Por Carlos A. Sourdis Pinedo
Un recuerdo de mi infancia más tierna: papá llega a casa del barrio El Prado en carro desde su finca en Luruaco y trae en un saco unas varas vegetales de aspecto reseco, entre verdosas y amarillentas. Están divididas en secciones nudosas, como los juncos o los bambúes de los que están hechos los muebles de la salita de la casa, pero mucho más blandas y menos pulidas.
Nos lleva a mí y a mis hermanos hasta el fondo del traspatio y cava un agujero en el jardín, en cuyo fondo coloca las varas acostadas. Luego las cubre otra vez con la tierra.
No tenemos que esperar más que unas semanas para que en el lugar broten más varas, verdes, que pronto superan en altura a la paredilla que divide nuestro traspatio del de los vecinos, con largas y abundantes hojas colgantes que al contacto con la piel humana dejan clavadas unas finas, minúsculas e irritantes espinas.
Una tarde cualquiera nos conduce nuevamente hasta donde han crecido las plantas y corta con un machete una de las varas, que divide en varios pedazos y luego les quita la piel, usando para ello también el machete.
Las varas desnudas tienen fibras que me recuerdan a la yuca. Papá muerde una y nos indica que hagamos lo mismo.
Obedezco con cierta desconfianza porque tengo el recuerdo de haber caído, unos días atrás, justo encima de aquellas plantas mientras caminaba guardando el equilibrio sobre la paredilla, y haberlo lamentado amargamente —hasta las lágrimas—, cuando la piel de mis piernas, mis brazos, mi garganta y mi rostro quedó ardiendo, cubierta por aquella pelusa espinosa que crece en el haz o parte superior de las hojas.
Sorprendido, soy testigo de cómo mi amargura y mi desconfianza se transforman en dulzura tras el primer mordisco, cuando un líquido con sabor a azúcar invade mi boca. Papá nos advierte que no traguemos las fibras, que sólo absorbamos el líquido.
Aquellos fueron mis primeros contactos con la caña de azúcar o Saccharum officinarum según la taxonomía de Linneo, vegetal originario del sudeste asiático y Nueva Guinea, llevado por los musulmanes a Europa y traído por primera vez a América en uno de los cuatro viajes del almirante Colón.
Lo demás es historia: el cultivo se extendió como fuego por lo que hoy conocemos como República Dominicana, Haití, El Salvador, Panamá, Cuba, Guatemala, Honduras, Brasil, Nicaragua, México, Argentina, Bolivia, Paraguay, Perú, Ecuador, Uruguay, Venezuela y Colombia, dando lugar a prósperos emporios azucareros con conexiones a nivel mundial hasta nuestros días.
Y lo que también parece estar convirtiéndose en historia —pero en historia en el sentido de ir desapareciendoؙ— es la presencia de pequeños trapiches para hacer jugo de caña en puestos de ventas estacionarias sobre los andenes del Centro de Barranquilla. De hecho, ya no queda ni uno solo en el Mercado de Barranquilla, en donde hace unas décadas eran tradicionales.
Los únicos cuatro que sobreviven están ubicados contiguamente en la acera oriental de la carrera 43 ó Avenida 20 de Julio con calle 38.
Rafael Ortiz, nacido hace 50 años en Codazzi, Cesar, quien trabajo hasta los 30 en un ingenio azucarero en su terruño, es propietario de uno de estos últimos reductos artesanales de glucosa para beber. Y aunque uno de sus hijos, Steven, le ayuda a atender a la clientela mientras le entrevisto, Rafael Ortiz sabe que con él se acabará el negocio pues Steven, de 18 años, estudia logística en el SENA y su hermano Rubén, de 20, docencia en la universidad. Ninguno de los dos pretende mantener abierto el negocio familiar que les ha permitido crecer en un buen hogar, bien alimentados y atendidos, y que ha garantizado la educación de ambos.
“Así es la vida”, dice el padre encogiendo sus hombros con resignación pero también con algo de orgullo en su gesto, mientras opera el pequeño trapiche que funciona con voltaje de 110, fabricado hace dos décadas en —como es casi obvio— El Boliche, el barrio metalmecánico y de troquelería de Barranquilla en donde se podrían fabricar piezas para la Estación Espacial Internacional en caso de que la NASA lo necesitara.
Rafael Ortiz vio los trapiches callejeros durante una visita que hizo alrededor del cambio de siglo a Barranquilla y decidió que era hora de buscar ambientes con nuevas oportunidades, así que abandonó Codazzi, se estableció en Barranquilla y, como la caña de azúcar, pronto echó raíces y ahora es uno de los últimos guardianes de una tradición a la que tal vez le quede una generación de existencia: “la clientela está compuesta principalmente por personas ya mayores; los jóvenes consumen más bien poco el jugo de caña”, dice.
“Los ‘pelaos’ no ven esto como una fruta, para ellos esto es ‘un palo’”, añade el hombre, recordándome con certera precisión por un segundo mis primeras impresiones de la infancia mientras posa su mano sobre las varas de caña dispuestas sobre la misma mesa en donde reposa su pequeño trapiche.
Noto que su negocio no tiene nombre. “Delicioso Jugo de Caña Bien Frío”, se lee en letras vistosamente coloridas y artísticamente pintadas en el costado de su negocio montado sobre unas rueditas que parecen subrayar lo efímero del oficio, la facilidad con que puede rodar hacia el olvido.
Por lo pronto, los ‘palos’ que son la materia prima de su modo de vida, son sembrados en la Isla de Salamanca, debajo del viejo puente Pumarejo, en la mitad del río Magdalena, entre las riberas barranquillera y magdalenense.
2020 no ha sido un buen año. La producción de caña bajó debido a la ausencia de lluvias que ha afectado negativamente las cosechas a pesar de la abundante agua que rodea a la Isla de Salamanca: “los proveedores, de los cuales sólo quedan tres o cuatro, gastan más en producirla porque tienen que prender las motobombas”, me explica Ortiz. Esto hace subir el precio de la caña, pero no el de la venta final en el andén de 20 de Julio: a 1.500 pesos el vaso de 10 onzas y a 2.000 el de 14: “Los precios aquí hay que mantenerlos”.
De hecho, mientras conversamos, un señor de edad se detiene, pregunta por el precio del vaso grande para luego alejarse protestando, seguramente echando de menos aquellos tiempos en los que pagaba dos pesos por la misma cantidad del dulce líquido, o doscientos, sin reflexionar que si vive lo suficiente lo que va a echar de menos es la presencia de esta tradición y al mismo jugo de caña de azúcar o ‘guarapo de caña’.
2020 también ha traído otro inconveniente, el mismo que afecta al resto del planeta, especialmente a quienes trabajan con productos comestibles y en ambientes callejeros: la pandemia del coronavirus. Los 70 vasos de 14 onzas que vendía a diario se habrán reducido a 60 ó 50, y los de 10 onzas de 30 unidades a 20 ó 25. “El vaso grande siempre ha tenido mejor salida”.
No parece una disminución drástica pero cuando la unidad financiera doméstica es el vaso de caña de azúcar, no hay que hacer muchos cálculos para deducir cómo se ven afectados los ingresos familiares.
“Pero yo seguiré con esta actividad mientras no vea otra más ventajosa y hasta que Dios quiera”, declara Rafael Ortiz.
El hecho de que en los últimos años hayan desaparecido los otros seis puestos de venta de jugo de caña que estaban en esta misma cuadra, y hace menos de un año los tres que estaban en la 44 (sobre el andén del antiguo edificio de Telecom) y otro ubicado paralelamente en la carrera 45, hace sospechar que tal vez ‘Dios’ no va a seguir queriendo durante mucho tiempo, pienso mientras me alejo pedaleando de Rafael Ortiz y de su hijo Steven.
Al hacerlo, siento una vez más cierta amargura, como ya me ha pasado tras realizar otras entrevistas para escribir sobre los oficios tradicionales del Centro de Barranquilla, pues pienso que me estoy despidiendo para siempre de un pedazo de la historia de esta ciudad, y recuerdo, sin necesidad de pelotones de fusilamiento, el día en que mi padre nos llevó a conocer la caña de azúcar.
Increíble mirada al pasado en esta crónica, cuando mi padre me contaba historias de su origen y sus beneficios asi como su auge le dio la oportunidad muchos de salir adelante. Sin duda un bonito recuerdo no dudaré en acercarme y probar ese sabor que me entraña mi niñez en compañía de mi padre. Gracias por compartir.
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